El corazón de las tinieblas

AUTOR: Joseph Conrad.

EDITORIAL: Santillana Ediciones Generales S.L. AÑO: 2002. PÁGINAS: 172.

Tinieblas universales. No siempre la buena literatura nos brinda una lectura placentera.Ésta es una irónica paradoja a la que se suele acostumbrar un lector diestro, experimentado no sólo en figuras retóricas rebuscadas, estilos más o menos barrocos, párrafos con sentidos ocultos o, incluso, párrafos carentes de él, sino también en contenidos de difícil comprensión y, numerosas veces, en temas ásperos, desapacibles, asuntos que tocan la conciencia y a menudo la laceran. Es el caso de la novela El corazón de las tinieblas. Su autor, el ucraniano emigrado a Inglaterra Joseph Conrad, la publicó en 1902, tras el viaje que realizó al Estado Libre del Congo (Conrad fue marino durante un largo periodo de tiempo). Caben pocas dudas de que lo que vio, lo que ocurrió allí durante la ocupación belga del Congo (1885-1908) al amparo de la presunta filantropía del monarca Leopoldo II, le sirvió al escritor como el referente que originaría el argumento de la narración: una empresa comerciante de marfil contrata al joven marinero Marlow con la misión de conducir una ruinosa embarcación, por “un río grande y poderoso (…) semejante a una enorme serpiente desenroscada” (p.17), avanzando río arriba hacía el centro de la inhóspita jungla hasta encontrar a Kurtz, un empleado de la compañía que, al parecer, ha perdido el juicio. Pero en este caso nada hay más lejos de la intención de Conrad que la de contar una historia concreta de un lugar concreto. Todo lo contrario, el autor desea elevar la anécdota a categoría y para ello emplea todos los recursos literarios a su alcance. Influido por la experiencia congoleña, se sirvió de la conquista de África a manos europeas –acción que nada tuvo que ver con la colonización ni con la civilización como querían hacer creer-, y la aprovechó como motivo para encuadrar la lucha contra el mal a la que constantemente se enfrenta el ser humano (liza cruenta que está presente en toda la obra de este escritor). De ahí el extraño modo en que aparece tratado el espacio en El corazón de las tinieblas, dado su primordial papel generalizador en el relato: si por un lado se nos informa de que el periplo comienza en Londres, no se nos indica de ninguna manera el lugar preciso donde se habrá de realizar la misión. Sólo sabemos que el final de la travesía será el centro de la selva, un lugar lúgubre, frío, impenetrable que simboliza la oscuridad y el profundo horror que puede albergar el alma humana. El narrador, Marlow, que interviene en la acción de modo periférico, describe la impresión opresiva que le produce ese entorno: “Por un momento, tuve la sensación de que también yo era enterrado en una vasta tumba llena de inconfesables secretos. Sentía que un peso intolerable me oprimía el pecho, el olor de la tierra húmeda, la presencia invisible de la victoriosa corrupción, las tinieblas de una noche impenetrable…” (p. 140) No se trata sino de la densa negrura que suele apresar el débil espíritu del hombre en situaciones en extremo complicadas y hostiles, de las tinieblas universales que nos acechan sempiternamente y que en la historia que nos ocupa se revelan por medio de la explotación y del robo, de la tortura y la esclavitud, de la crueldad practicada en grado superlativo por unos presuntos colonizadores que dicen civilizar a unos supuestos salvajes. Y sin embargo resulta enormemente chocante cómo los indígenas “captados” que formaban parte de la tripulación de Marlow dominan su instinto caníbal a pesar de sufrir hambre durante meses. “Por qué razón, en el nombre de los feroces diablos del hambre, no intentaron atraparnos para darse un buen banquete –ellos eran treinta y nosotros, cinco-, es algo que no deja de asombrarme” (p. 94), expresa su desconcierto el narrador. El agente Kurtz es el eje alrededor del cual giran todas las piezas de la narración; es, podríamos decir, su centro neurálgico. Con la notable particularidad de que él participa en la acción únicamente al final del relato -y sólo durante un periodo de tiempo muy breve-, sin embargo está continuamente presente tanto en la mente del lector, que ansía conocerlo y saber lo que realmente le ha sucedido, como en la de los demás personajes. Es a través de cómo ven éstos a Kurtz como el lector va poco a poco perfilándolo: así se nos cuenta que el director de la Estación Central está agitado porque Kurtz, “su mejor agente, un hombre excepcional, de la mayor importancia para la Compañía” (p. 50), ha caído enfermo, poniendo en peligro la estación de la que es responsable; que el joven –un aventurero auténtico- que le ha acompañado en los últimos meses le profesa verdaderas admiración y devoción, y se niega a abandonarlo aun cuando lo ha querido matar por una pequeña cantidad de marfil; que una tribu entera lo sigue y lo adora como a un dios; y, por último, que su fiel prometida tiene fe ciega en que el hombre que estuvo tanto tiempo en la selva era el mismo hombre noble, generoso, y bueno que partió de su lado para llevar a efecto los más elevados propósitos. Se puede decir que la creciente curiosidad del lector va de la mano de la de Marlow, el narrador testigo, que no ve la hora de conocer al tipo en cuestión. Cuando lo hace descubre un hombre acabado, herido de muerte en lo más hondo de su ser. Y la responsable no ha sido la letal enfermedad que consume su cuerpo, opción menos devastadora, sino la cruenta lucha interna que carcome su conciencia desde que se dejó llevar por la llamada de la selva –la llamada de la barbarie-: “luchaba consigo mismo. Lo vi, lo oí. Fui testigo del inconcebible misterio de un alma que no se reprimía, que no conocía la fe ni el miedo, y que aun así luchaba ciegamente contra sí misma” (p. 149). A pesar de haber meditado todo lo anterior después de una lectura pausada y atenta, la propia experiencia se ve forzada a sincerarse y admitir un grado considerable de tensión insatisfecha una vez concluida la novela, porque como ya he referido, el lector está deseando conocer el quién, el cómo, el cuándo y el por qué de la historia, e inevitablemente siente cierta frustración ante la vaguedad y la indeterminación imperantes durante todo el texto. Aún peor, es probable que también sienta una incómoda desazón ante tanta angustia sin sentido. Y no obstante al lector experimentado no le quedará más remedio que quitarse el sombrero ante la maestría literaria de Joseph Conrad, y reconocer que lo ha conducido justo donde quería: a ¡el horror! -las dos últimas palabras que pronuncia Kurzt-, un horror ambiguo, multiforme, envolvente y absoluto.

 

AUTOR: MARÍA DEL MAR ABAD JARA


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