Platero y Rocío Fernández Berrocal

Arturo del Villar

AL cumplirse el centenario de la primera salida editorial abreviada de Platero y yo se suceden los actos y publicaciones sobre este libro popularísimo, traducido a todos los idiomas cultos del planeta, con innumerables ediciones, muchas de ellas piratas, versiones para el cine y el teatro, paráfrasis, adaptaciones, e incluso ha habido quien se ha atrevido a ponerlo en verso, como si Juan Ramón Jiménez necesitara que le versificaran su prosa, cuando él en los últimos años de su vida estuvo ocupado en hacer lo contrario, en la última revisión de su Obra. Rocío Fernández Berrocal aprovecha esta oportunidad centenaria para recopilar ocho escritos independientes sobre la famosa “Elegía andaluza”, según el subtítulo que le dio el poeta, a los que añade un prólogo explicativo, y los publica con el título del primero, Platero y yo, el tiempo recobrado. Así, con coma, figura en la portada interior, aunque sin ella en la cubierta. Y esa cubierta produce desazón a todo juanramoniano, porque es tan contraria a los gustos del poeta como la presentada por La Lectura en 1914, “con pasta florida”. UN BURRO PLATERO La editorial sevillana La Isla de Siltolá, que lo publica, ha encargado la cubierta a Pablo Pámpano Vaca, quien no solamente no ha leído el popularísimo libro juanramoniano, sino que ignora cómo es un burro platero. En el libro se le describe claramente, cuando el poeta menciona “la blandura gris de Platero”, en el capítulo VII, o cuando se refiere al “burrillo de plata” en el LXII, por ejemplos aclarativos. Sigo la numeración de la edición completa hecha por la Casa Editorial Calleja en 1917. El dibujante debiera haber leído el libro que iba a ilustrar, con el fin de evitar un crimen de lesa pintura, y el editor también, para no hacer el ridículo. El Diccionario de la lengua castellana elaborado por la Real Academia Española da esta definición de platero: “Dicho de un asno: de pelaje gris plateado.” Los asnos de la raza andaluza son predominantemente plateros. Lo que hizo Juan Ramón fue aplicar el nombre genérico del burro platero al suyo, convirtiéndolo en propio. En una casa de pueblo andaluz a comienzos del siglo XX eran imprescindibles los asnos, por lo que pasaron varios por la de Juan Ramón. Ahora en la Casa—Museo se enseña a los visitantes “el pesebre de Platero”, aunque el mismo poeta declaró que hubo varios burros plateros en su casa. Con uno de ellos se retiraba a la finca de Fuentepiña en busca de “la soledad sonora” necesaria para meditar y escribir, y lo convirtió en personaje principal del libro que fue componiendo. Necesitaba aplicarle un nombre, y eligió el más simple, el de su raza. Unas veces manifestó que cabalgaba sobre él, como en el capítulo XXII, y otras que solamente llevó su alma, como en el CXXXVI, porque él caminaba a su lado al ritmo de su trotecillo. También aseguró en el prologuillo al Diario de un poeta recién casado, igualmente editado por Calleja en 1917, que “La que viaja, siempre que viajo, es mi alma, entre almas”, mientras su cuerpo se quedaba en casa, al parecer, aunque los taquilleros le cobrarían el billete por el cuerpo físico visible. Lo más lógico es imaginarlo montado sobre el asno, por más que resulte muy lírica esa estampa del burro cabalgado por el alma del poeta. Pero, ¿las almas necesitan cabalgar o se mueven solas por el espacio? He aquí cómo la cruda interpretación de la realidad es capaz de destrozar una obra literaria. Dejémoslo. Pues bien, el autor de la cubierta ignora estas características, así que ha dibujado un asno rucio, que no tiene ni un pelo siquiera de platero, y por si fuera poco el error lo coloca sobre un fondo retorcido, mucho peor que las ilustraciones de Fernando Marco en la edición de 1914 que tanto desagradaron al poeta. No es suya toda la culpa, debe repartírsela con el editor, a quien hay que exigir un mínimo de cultura literaria en el oficio que ha elegido, por lo que tiene la obligación de haber leído Platero y yo, o al menos de conocer el significado del adjetivo platero aplicado a un asno. JUANRAMONIANA PROBADA Rocío Fernández Berrocal había ya publicado con esta misma editorial uno de los libros juanramonianos que seguían inéditos a su muerte, Idilios, y además ha dado a la imprenta tres libros de ensayos sobre El Andaluz Universal, y varios artículos en revistas. Conoce a fondo, por lo mismo, el tema, en el que ya ha demostrado ser experta. Sin embargo, no se libra de caer en algunos errores. En la página 7 cita un escrito juanramoniano, titulado “Prólogo a la nueva edición”, que según ella asegura es el “Prólogo a la edición de Platero y yo de 1917 de la editorial Calleja”. Está claro que no ha visto ningún ejemplar de esa edición. El texto citado por ella continuaba estando inédito a la muerte de Juan Ramón, y se publicó por primera vez en 1960; después se ha incorporado como apéndice a varias ediciones de la “Elegía andaluza”. No es fácil encontrar ejemplares de la primera publicación completa hecha por cuenta de la Casa Editorial Calleja, y por eso presumo de poseer uno, que bien caro me costó. El único prólogo impreso ahí, en la página 15, es la “Advertencia a los hombres que lean este libro para niños”, con una brevísima nota en la anterior, de tres líneas y cuarto, para aclarar que figuraba en la edición abreviada de 1914. Las ediciones actuales que reproducen la de 1917, todas las que conozco, que por supuesto no son todas las existentes, cuando incluyen ese escrito lo dan como apéndice anotado, señalando que es póstumo. Cualquiera de estas ediciones resulta fácil de cotejar, y es seguro que la autora las conoce, por lo que sorprende su despiste al incorporar el prólogo a la primera edición completa, ni a ninguna de las publicadas por el poeta. Y es raro tropezar con esa errónea nota bibliográfica, ya que evita siempre referenciar las citas, “Con el fin de agilizar la lectura”, según explica en otra nota. De esa manera quita precisión a su escrito, ya que solamente los juanramonianos avezados sabemos de dónde procede la cita. Con este método de trabajo reduce el valor de su ensayo al eliminar la erudición, aunque lo haga más popular, si es que un ensayo literario logra alcanzar la categoría de popular alguna vez. Hay que respetar la opinión de los autores, desde luego, aunque sea lícito discrepar de ella razonadamente, cuando se encuentran motivos suficientes para hacerlo. LA RECEPCIÓN DEL TIEMPO Desde luego, Platero y yo, el tiempo recobrado está escrito con sencillez en el lenguaje, y puede calificarse de obra divulgativa, asimilable por cualquier tipo de lector no especialista en la Obra. En su redacción Rocío Fernández Berrocal ha seguido el consejo juanramoniano de utilizar un idioma “sencillo y espontáneo”, comprensible por todos los lectores, para comunicar sus deducciones como lectora ella también de la “Elegía andaluza”. Es su criterio, al que se ajusta porque le parece el más adecuado. Como resultado nos entrega un libro de lectura, no de referencia, por lo que no incluye la localización de las citas. El primer texto, “El tiempo recobrado”, defiende la tesis de que Juan Ramón escribió Platero y yo “para rememorar el tiempo ‘perdido’ de la infancia, ‘recobrado’ a partir de una vivencia, una sensación o un pensamiento” (página 15). Eso puede ser cierto en algunos capítulos, pero no en la mayoría de ellos. Quizá induce a suponerlo la “Advertencia a los hombres…”, con sus menciones de la edad de oro infantil, justificadas por estar destinada la edición abreviada a un público juvenil. Se observa en los capítulos una actualidad continuada. El inicio mismo, “Platero es pequeño”, sitúa el texto en el presente, aunque al final del libro se narra la muerte del burrillo. Repárese en que los dos capítulos precedentes comienzan con “Mira, Platero”, y “Mírala, Platero” en presente. Esto contradice la aseveración de la autora al afirmar que “Ese recuerdo, ‘tiempo recobrado’, espacio perpetuo, gravita en Platero y yo con toda la luz de su tiempo detenido” (p. 28). En las 52 páginas de mi prólogo a la primera edición de Tiempo, que en 1986 reuní con Espacio para la editorial Edaf, comento ampliamente la idea juanramoniana de la temporalidad. Puede resumirse diciendo que la concebía como un círculo en presente continuo, enclavado en la eternidad; por eso pudo aportar esta definición: “Eternidad, hora ensanchada”, porque todo es presente. Y comparé esa teoría con el inicio de los Four Quartets de Eliot, acción que repite la autora sobre otro texto juanramoniano, en el que precisamente se lee: “Que el presente sea toda la vida”, anhelo de presentificar la biografía completa. El Diccionario académico no incluye la palabra presentificar, y me cuesta convencer al ordenador para que deje de subrayarla en rojo; pero la traduzco del présentifier sartriano, porque reproduce exactamente la idea de Juan Ramón. Los asnógrafos (véase el capítulo LV de Platero y yo) debieran aceptarla cuanto antes, porque no contamos con un sinónimo equivalente en castellano. Pero no lo harán precisamente porque son asnógrafos. Si el tiempo es circular se halla en un presente continuo, lo que hace innecesario ponerse a intentar recuperar el perdido a la manera de Proust con su magdalena, porque no se ha perdido ni un segundo, todos se hallan en el presente continuo. Me parece que no hay semejanzas entre Moguer y Cambray, yo no se las encuentro, y la autora no me ha convencido de su existencia. No pretendo tener la razón, pero mi amplia bibliografía juanramoniana, que incluye haber preparado la primera edición de Tiempo, después de analizar atentamente su escritura, me permite opinar con conocimiento de causa. UN BURRO SIMPLEMENTE BURRO Tampoco me convence el artículo “Un nuevo Quijote”. Los dos libros tienen burros como personajes imprescindibles, pero ni la intencionalidad de los autores coincidió al escribirlos, ni su escritura guarda semejanzas parangonables. Según Rocío Fernández Berrocal “Platero se juanramoniza […] después de que JRJ lee con él a La Fontaine, Omar Kayyám, Ronsard Shakespeare, Quevedo, Chénier y Leopardi” (p. 31). Eso es tanto como calificar a Platero y yo de fábula, en la que el burrillo piensa y habla como una persona. Sin embargo, no es el burro flautista de Iriarte, sino un burro que solamente hace el burro cuando pace o bebe agua o rebuzna por los prados, y no por casualidad, sino porque es lo característico de su condición asnal. Jamás aparece representado con caracteres humanos, es un vulgar burro semejante a todos los de su especie. Resulta una estupidez y una falsedad lo que Luis Buñuel y Salador Dalí le escribieron a Juan Ramón hacia 1929 en una carta putrefacta, al decir que era “el burro menos burro, el burro más odioso con que nos hemos tropezado”. No es posible saber con cuántos asnos de cuatro patas se relacionaban, de dos con muchos, pero lo seguro es que Platero puede ser puesto como ejemplo del burro vulgar, ya que en la totalidad del libro se comporta como un burro vulgar en nada diferente a los de su especie. Supongo que la autora discrepará de la opinión vertida por los superrealistas, pero no trata ese asunto. Lo malo es que al juanramonizar a Platero les da la razón, y no la tenían ellos ni la tiene ella. Es cierto que en el capítulo XLVIII Juan Ramón describe una escena bucólica, en la que él lee a Ronsard tumbado bajo un pino, mientras el burrito está “paciendo entre la castas margaritas del pradecillo”. Un inciso: ¿por qué calificaría de castas a aquellas flores? ¿Había otras lujuriosas o frívolas por allí? No lo dice. Lo que cuenta es que Platero metió su cabeza sobre el hombro del poeta, que entonces escribe: “Es Platero, que sugestionado, sin duda, por la lira de Orfeo, viene a leer conmigo.” Naturalmente, Platero no sabía leer. Ya lo había explicado el poeta en el capítulo VI, al describir a la maestra de párvulos, de modo que no se puso a leer con él, sino a mirar lo que estaba haciendo. Es una licencia poética escribir que el asno leía, y no puede servir para transformar el libro, ni siquiera ese capítulo, en una fábula. Afirmar que “Platero se juanramoniza” es otorgarle unos sentimientos humanos imposibles. Los fabulistas lo hacían para criticar precisamente a los humanos en sus defectos, presentándolos como propios de los animales, y deducir una moraleja. No se encuentran moralejas en Platero y yo, porque la intencionalidad del poeta al escribirlo no consistía en zaherir defectos humanos. En el capítulo CXXV nos relató el poeta su horror a las fábulas desde su niñez, y le prometió a Platero que nunca le haría “héroe charlatán de una fabulilla”. Es lástima que sus estudiosos no continúen el cumplimiento de esa promesa, y disfracen al burrillo trotón con caracteres juanramonianos, que algunos no encontramos en ninguna página. Por eso no me parece aceptable la aseveración de la autora acerca de que “Compañeros de andanzas, Juan Ramón y Platero avanzan ‘por su gloria’, persiguiendo el ideal como Don Quijote”. Desde luego, está claro que Platero no perseguía nada, por carecer de sentimientos humanos, y lo que perseguía Juan Ramón era aislarse de sus rudos vecinos pueblerinos para leer y escribir con tranquilidad. Nunca se le ocurrió buscar aventuras por el camino, y además no las hubiera encontrado en el caso de hacerlo. LA EDICIÓN DE 1914 El artículo siguiente, “Platero y yo, ‘burro robado’”, comenta la edición abreviada que hizo Fernando Acebal en su editorial La Lectura, en diciembre de 1914. No le gustó al poeta, y además se sintió estafado por el editor. Fue una obsesión mantenida: Juan Guerrero relata en su diario Juan Ramón de viva voz que alguna vez se dedicó a examinar cuentas de editores por encargo del poeta, ya que suponía que le robaban, cosa que no se pudo comprobar. Le disgustó que esa edición se presentara como un libro para niños. Pero él colaboró en la difusión de esa creencia, por anteponerle aquella “Advertencia a los hombres que lean este libro para niños”: él mismo confirmaba que era una edición para niños. Por ese motivo se incluye su estudio en las historias de la literatura infantil española. No es menos cierto que en algunas escuelas de países hispanoamericanos, como Argentina, fue, y quizá siga siendo, libro de lectura: de ahí la emoción de una muchacha cuando consiguió abrazar a Juan Ramón durante su visita a ese país en 1948, porque había aprendido a leer en sus páginas. Es el motivo de que la editorial Losada multiplicase las tiradas. De acuerdo en que no es un libro infantil, pero sí muy apropiado para aprender a leer, mucho más que las adaptaciones infantiles del Quijote en que lo hizo mi generación después de la guerra, porque no entendíamos ni el lenguaje arcaico ni el ambiente igualmente arcaico. Como resultado, muchos hombres de mi generación detestan el Quijote por considerarlo ininteligible. No olvida Rocío Fernández Berrocal evocar la figura de don Francisco Giner, que leyó esa edición abreviada en su lecho de moribundo, y fue su gran propagandista. Como discípulo de don Francisco, asimiló Juan Ramón sus ideas el poeta, y las aplicó a su propia escritura. Lo que resulta discutible es la explicación que proporciona sobre “sus ‘libros amarillos’ de Moguer (inspirados en el color del Mercure de France)” (p. 37). Es cierto que los modernistas, y Juan Ramón lo fue en sus comienzos, se inspiraban en la editorial parisiense. Cuando Juan Ramón anunció a Rubén Darío en carta sin fecha, alrededor de 1902, que proyectaba publicar una revista literaria, que fue Helios, se la presentaba diciendo que sería “algo como el ‘Mercure de France’; un tomo mensual de 150 páginas muy bien editado”. Sin embargo, la afición juanramoniana por el color amarillo está explicada en el prólogo de su libro Por el cristal amarillo, editado póstumamente en 1961. Se debe a que en su infancia miraba las cosas a través de los colores de la cancela de su casa, y el que más le gustaba era el amarillo, “por el que vi en mi niñez tal espectáculo maravilloso y constante”. Para él lo mejor del mundo tenía un halo amarillo. PRESENCIA DE MOGUER “La poesía, Moguer” se titula un nuevo artículo, en el que la autora rastrea “la honda devoción a su pueblo natal, su Moguer universal” (p. 45) como inspiración creativa. A su modo de ver, en la “Elegía andaluza” se anticipa la aspiración por la poesía pura característica en su Obra, ese ente de belleza completa a la que concedió la inicial mayúscula de los nombres propios en castellano, aspecto censurado por otros escritores al considerarlo un esteticismo presuntuoso. Al divisar una mariposa se exaltó el poeta: “¡Qué delicia verla volar así, pura y sin ripio!”, de donde deduce la autora una representación simbólica de la poesía anhelada por Juan Ramón, pura y sin ripio, pasión de su vida, como aseguró en Eternidades. Habrá que analizar alguna vez por qué aludió al alma de la mariposa, lo mismo que a la de Platero, “que ya pace en el Paraíso” después de su muerte, y enfrentar esas citas con las numerosas referencias a su propia alma. No es el momento de intentarlo aquí y ahora, sino sólo de apuntarlo para animar a su examen. No es muy exacto lo que afirma la autora cuando escribe que “Con Platero y yo se inicia la estela de la presencia de Moguer en la obra de JRJ” (p. 45). Incluso si se refiere a 1907, fecha asignada por Juan Ramón al comienzo de su escritura, y no al año de su primera edición abreviada en 1914, ya contaba con una abundante obra de ambiente moguereño. Los libros de versos refieren escenas pueblerinas sin dudas localizables en su pueblo, incluso cuando los escribía en Madrid. En cuanto a la prosa, basta examinar las “primeras prosas” recopiladas por Francisco Garfias en su edición de Libros de prosa: 1, publicada por Aguilar en 1969. Sería más justo escribir que con Platero y yo se concede a Moguer una altísima categoría literaria, por convertirse en protagonista de la escritura juanramoniana. Algo que su pueblo tardó mucho en agradecerle. MOGUER COMO TEMA Enlazado con ese artículo se halla el siguiente, que une título y subtítulo del libro al titularlo la autora “Platero y yo, ‘Elejía andaluza’”, con la ortografía simplificada que no estuvo incorporada todavía a ese libro: esa primera edición completa de la Casa Editorial Calleja “se acabó de imprimir en la imprenta de Fortanet de Madrid el 13 de enero de 1917”, según aclara el colofón, y la ortografía simplificada apareció a partir de las Poesías escojidas (1899—1917), libro que según el colofón “se acabó de imprimir en la imprenta de Fortanet el 22 de agosto de 1917”, edición de 600 ejemplares “no destinados a la venta”, hecha por cuenta de The Hispanic Society of America. Como no se vendían, ahora alcanzan precios astronómicos las raras veces que aparece alguno en el mercado de libros viejos. Pese a ello, puedo presumir y presumo de poseer uno., porque me costó muy caro. Entre enero y agosto de 1917 la megalomanía del poeta, su afán por diferenciarse de los demás, le llevó a rechazar la ortografía académica en uso, y utilizar una propia, a semejanza de lo que también hacía Unamuno. Se la denomina simplificada por darle algún nombre, pero no opinaban así los tipógrafos, a quienes el invento les proporcionó muchos dolores de cabeza. Aunque Zenobia redactaba sus cartas académicamente, las traducciones de Tagore fueron impresas desde entonces con ortografía simplificada, lo que señala una intervención de la mano del poeta en su escritura. Las citas juanramonianas conllevan la dificultad de tener que decidir por qué edición hacerlas, y se complican más cuando los editores acuerdan unificarlas sin atender a las primeras ediciones. En una breve advertencia preliminar, anuncia Rocío Fernández Berrocal que “En los textos del poeta se emplea siempre la ortografía juanramoniana”, pero en unas citas aplica la simplificada y en otras no, y dado su rechazo de las notas debe de causar problemas de identificación a los lectores no especialistas en la Obra. Curiosamente, la edición de Calleja no lleva el subtítulo de “Elegía andaluza” en la portada interior, sino que aparece en la portadilla de la página 11. En las dos se repiten las fechas “1907—1916”. En este artículo Rocío Fernández Berrocal demuestra con citas que “Moguer, su pueblo, representó para Juan Ramón Jiménez su centro vital y poético y un referente constante a lo largo de toda su vida” (p. 56), porque son escritos que “muestran muchos de sus rasgos biográficos y literarios más característicos: su honda sensibilidad hacia los desfavorecidos, su conocimiento de un amplio abanico de personajes reales de los que retrata sus perfiles más curiosos y sublimes, el fuerte arraigo a su tierra, su proyección universal del paisaje” (p 57). LA NATURALEZA Y LA GRAN CIUDAD Se prolonga este asunto en el artículo siguiente, “A la belleza por la naturaleza”. Considera la autora que “Platero y yo es la máxima expresión de la fusión del poeta con la naturaleza” (p. 66). Bien en verdad que sus capítulos están ambientados en los paisajes rurales de Moguer y alrededores, de modo que se convierten en el tema totalizador del libro, que en su opinión “muestra la comunión intensa y honda con los seres naturales que representan la pureza, la inocencia, el candor que va perdiendo el hombre” (p. 66). No obstante, reconoce que “La fusión y el entendimiento con la naturaleza se aprecian en toda la obra de JRJ” (p. 69). En Madrid sabía encontrar lugares para sostener esa comunión, pero el gran choque desastroso se produjo en Nueva York, durante su viaje de bodas: “la desmesura de la gran ciudad desequilibra para Juan Ramón la armonía de la vida de la naturaleza” (p. 70). Ese sentimiento se agudizó durante el exilio político, cuando estuvo forzado a residir en los Estados Unidos, hasta que logró recuperar la tranquilidad armoniosa en Puerto Rico, en donde muchas cosas le recordaban a su Andalucía forzosamente perdida por la dictadura implantada en su patria, que le llevó a morir en el exilio de hombre libre. La sociedad de los Estados Unidos le hizo enfermar, y sólo se recuperó al evadirse de ella. EL VALOR DE LA PROSA Con “La prosa se hizo poesía”, en frase acertada de Enrique Díez—Canedo, analiza Rocío Fernández Berrocal las calidades de la prosa juanramoniana, centrándose en las dedicadas al “dulce Platero trotón”. Explica sus diferencias con la escrita por sus contemporáneos de la generación del 98, porque evitó caer en los tópicos de su castellanismo. Recuerda que la obra en prosa juanramoniana es tan abundante como la compuesta en verso, pero el autor les dio un trato muy diferente, puesto que no editóél mismo más que tres libros de prosa, incluyendo el breve cuento El zaratán. Según propia confesión, empezó escribiendo en prosa con intención comunicadora, y después pasó al verso en forma caudalosa. El volumen ya citado Libros de prosa: 1 contiene 1210 páginas, descontados prólogo e índice, y recuerdo que el segundo volumen, que estuvo preparado, prologado también por Garfias y entregado al editor, aunque no se publicó, abarcaba otras tantas aproximadamente. Muchas veces me he preguntado por qué Juan Ramón desatendió la edición de sus trabajos en prosa, sin acertar con una respuesta clara. Cabe un cúmulo de suposiciones posibles. No se lo plantea la autora, que probablemente desconozca también la respuesta. Lo que no admite dudas es la alta estima de las prosas de Platero y yo. Afirma la autora con plena razón que este libro “supone una aportación original al cauce de la prosa española en el permanente ejercicio literario en constante experimentación con el lenguaje de JRJ” (p. 82). Todos los historiadores de la literatura española coinciden en destacar las aportaciones juanramonianas a la escritura en prosa. Solamente la supina cobardía de la pobre estúpida María de Maeztu le aconsejó no incluir ninguna página juanramoniana, ni siquiera de Platero y yo, en su deleznable y ridícula Antología. Siglo XX. Prosistas españoles. Semblanzas y comentarios, publicada en Buenos Aires en 1943 dentro de la Colección Austral, en la que sí admitió a su hermano el gran fascista, y al igualmente fascistón D’Ors. Alguna vez expondré los motivos de esa ausencia clamorosa, porque ahora no es el momento oportuno. ANDALUCÍA Y EL TIEMPO El último artículo está dedicado a comentar la figura estética de “El Andaluz Universal”. Otra vez incide la autora en la importancia de la comunión entre el poeta y su tierra. Probablemente hubiera sido más acertado unificar los artículos según sus temas, en lugar de presentarlos separados. Aquí insiste en recordar algo muy sabido, el andalucismo juanramoniano que le llevó a adoptar el mote de Andaluz Universal, muy bien explicado en sus páginas de homenaje a Ortega a Gasset, por el que es conocido. Afirma la autora que el andalucismo de Juan Ramón “lo lleva a desear recuperar los instantes intensos vividos en su tierra y fijarlos en un presente atemporal en su escritura, hacerlos ‘eternidad’, espacio detenido en el tiempo” (p. 87). Es lo que expliqué antes, al aludir a la presentificación (tampoco es palabra aceptada por los asnógrafos, pero necesaria) del tiempo, lo que hace inútil buscar la manea de recobrarlo, puesto que no se ha perdido al ser presente continuo. Por ello insisto en que no me convence ese primer artículo que da título al libro. Un libro oportuno en cualquier momento, editado ahora para aprovechar las celebraciones del centenario. En su brevedad continúa el amplio ensayo dedicado a comentar La Andalucía de Juan Ramón Jiménez, impreso en 2009. Aunque discrepe de algunas opiniones de la autora, como la relativa al tiempo, es justo reconocer que todas son aceptables para la discusión. Nadie puede arrogarse una interpretación única de un personaje histórico tan voluble como Juan Ramón, que deseaba eternizarse en la poesía para superar el paso del tiempo. Y está claro que lo consiguió.


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