Martí, Juan Ramón y Platero
Arturo del Villar
SE cumplen en 2014 dos aniversarios concurrentes: 125 años de la aparición de La Edad de Oro, la revista dirigida y escrita en Nueva York por José Martí, y los cien años de la primera edición de Platero y yo, el libro más popular de Juan Ramón Jiménez, que es asimismo uno de los más conocidos de la literatura española. Constituye una buena oportunidad para enlazar ambas publicaciones por el punto en común que las relaciona.
Además, Juan Ramón se confesó admirador de la obra martiana. El sexto capítulo de Españoles de tres mundos, colección de retratos, o “caricaturas líricas”, como él decía, editada por Losada en Buenos Aires en 1942, está dedicado a Martí, porque este “Quijote cubano, compendia lo espiritual eterno, y lo ideal español”. Contó en esas páginas cómo desde que “casi niño” leyó unos versos martianos (“Sueño con claustros de mármol…”) no dejó de pensar en él. Reconoció la deuda que tenían con su escritura los modernistas de expresión castellana, incluido él, por ser más libre y espiritual que otros poetas difusos en sus recreaciones estéticas.
De Martí le atrajo siempre la sencillez expresiva, que bien puede calificarse de humilde. En 1891 publicó su poemario más popular, titulado precisamente Versos sencillos, muy apreciado por Juan Ramón, para quien la sencillez llegó a constituir una obsesión. En las notas explicativas que añadió en enero de 1920 a la inmarcesible Segunda Antolojía poética expuso lo que entendía por sencillo en la lírica:
Lo conseguido con los menos elementos; es decir, lo neto, lo apuntado, lo sintético, lo justo. Por lo tanto, una poesía puede ser sencilla y complicada a un tiempo, según lo que pretenda espresar.
(Entre paréntesis: los tipógrafos se desesperaban con la ortografía caprichosa de Juan Ramón, pero al ordenador, en su papel ordenancista, no es posible hacerle cumplir tales caprichos, y se autocorrige académicamente. Intento respetar el modelo juanramoniano, aunque sin esperanza de conseguirlo. Y encima, es forzoso admitir que el ordenador cumple perfectamente su cometido.)
La definición recordada se empareja con la poética martiana, según la explicitó en su libro póstumo Versos libres (1913), al proponer: “Contra el verso retórico y ornado / El verso natural.” Exactamente lo mismo desarrolló Juan Ramón en un famosísimo poema de Eternidades (1918), en el que relató cómo fue despojando a su poesía de los ropajes sin sentido que la recargaban de oropeles fastuosos, hasta dejarla “desnuda toda” y proclamarla “pasión de mi vida”. Natural y desnudo son aquí conceptos idénticos.
Por la independencia colonial
Y no solamente Juan Ramón se sentía identificado con la obra literaria de Martí, sino también con su labor patriótica, como apóstol de la independencia cubana, luchador contra el colonialismo español hasta dar la vida por la libertad de su patria. Escribió Juan Ramón en el capítulo mencionado “que el Martí contrario a una mala España inconciente era el hermano de los españoles contrarios a esa España contraria a Martí”, la España de la dinastía borbónica empeñada en mandar a los jóvenes españoles a defender los intereses comerciales de una casta económica dominante. A la reina regente y a sus ministros les tenía sin cuidado que muchos de ellos muriesen, otros resultaran heridos y todos enfermaran, mientras las fábricas y los campos se quedaban sin mano de obra y el reino se empobrecía.
Juan Ramón se opuso siempre al colonialismo, como seguidor de los ideales propugnados por la Institución Libre de Enseñanza y su inspirador, don Francisco Giner de los Ríos, el maestro más admirado de cuantos conoció. En una carta dirigida a Juan Bautista Pagán, director de la revista Artes y Letras, de San Juan de Puerto Rico, le contaba a comienzos de 1954:
A mis 18 años yo gritaba con los estudiantes de Sevilla por la independencia de las colonias y tirábamos de las piernas de los soldados que embarcaban en Cádiz para que no pasaran el mar.
Está recogida en la Selección de cartas juanramonianas recopilada por Francisco Garfias, y publicada en Barcelona por Picazo en 1973, página 313. Es una escena muy viva, pero equivocada, porque a los 18 años del ya entonces poeta, en 1900, España había perdido todas las colonias americanas y filipinas, al mismo tiempo que su flota naval, tras una disparatada guerra promovida por los políticos ineptos desde sus cómodos despachos madrileños. Tanto si hay que adelantar la edad un par de años por lo menos, como si es una imagen inventada, lo indudable es que Juan Ramón era partidario de la independencia de Cuba, y por lo mismo contrario a la España contraria a Martí, y que si no trató realmente de impedir el embarque de los soldados para ir a matar y morir en Cuba, le hubiera gustado hacerlo.
De modo que existen vínculos literarios e ideológicos entre el cubano José Martí y el español Juan Ramón Jiménez. Por razones biológicas nunca se conocieron físicamente, aunque podemos asegurar que de haber coincidido alguna vez, hubiera sido en los campamentos enfrentados al imperialismo borbónico por la independencia de Cuba.
La revista de Martí
Durante uno de sus exilios en Nueva York, trabajando por la liberación de su patria colonizada, Martí escribió y dirigió una revista que anunciaba en su portada: La Edad de Oro. Publicación mensual de recreo e instrucción dedicada a los niños de América.Redactor: José Martí. Editor: A. Dacosta Gómez. Administración: 77 William Street. New York.Solamente pudieron aparecer cuatro números, fechados en julio, agosto, setiembre y octubre de 1889, escritos por Martí, que alternaba su labor literaria con la actividad política, y encontraba tiempo además para desempeñar una vocación que le llevó a la enseñanza, y que en ese momento se tradujo en la publicación de la revista.
En sus 32 páginas se incluían cuentos, artículos, ensayos y poemas, ilustrados convenientemente. Están reunidos los cuatro números en un volumen, que ha tenido muchas reediciones, y hoy continúa siendo obra de lectura recomendada en la Cuba revolucionaria, tan atenta a la labor educativa de la sociedad. Este año, para conmemorar debidamente sus 125 años de historia viva, están ya organizándose diversos actos en la isla, que en primer lugar cuentan con reediciones para que todos los niños cubanos puedan poseer un ejemplar de la revista creada para ellos por el apóstol de la independencia.
Es verdaderamente ecuménico el saber llevado por su redactor a las páginas de La Edad de Oro.Destacamos algunos de sus artículos sobresalientes: en el primer número “La Ilíada de Homero”; en el segundo “La historia del hombre contada por sus casas”, un panorama evolutivo de la humanidad desde las cuevas prehistóricas hasta las mansiones renacentistas; en el tercero “La Exposición de París”, con un resumen de lo que significó la Revolución Francesa para la humanidad, y “El P. Las Casas”, sobre la tarea de este primer libertador, y en el cuarto número “Un paseo por la tierra de los anamitas”, además de la adaptación de un cuento de Andersen. De modo que, sin duda ninguna, puede calificarse de enciclopedia muy bien seleccionada, demostrativa de la vastedad de la cultura martiana y de sus métodos para difundirla entre los niños. Esos niños que llegarían a ser más cultos que sus padres, y en consecuencia defenderían sus libertades frente a los intentos colonialistas e imperialistas.
Una tarea gigantesca
Se abre el primer número con lo que debe entenderse como una declaración de intenciones editoriales, titulada “A los niños que lean La Edad de Oro”.Al ser demasiado extensa para reproducirla entera copio algunos de sus párrafos más significativos:
Para los niños es este periódico, y para las niñas, por supuesto. […]
Para eso se publica La Edad de Oro: para que los niños americanos sepan cómo se vivía antes, y se vive hoy, en América, y en las demás tierras. […]
Las niñas deben saber lo mismo que los niños, para poder hablar con ellos como amigos cuando vayan creciendo; como que es una pena que el hombre tenga que salir de su casa a buscar con quién hablar, porque las mujeres de la casa no sepan contarle más que de diversiones y de modas.
Demuestran estas declaraciones que Martí deseaba renovar las ideas pedagógicas imperantes, por lo menos en España y sus colonias. La educación de las niñas se dejaba en manos de monjas atentas exclusivamente a imponer unas recatadas normas morales, o de maestras incultas que sólo eran capaces de enseñarles a realizar las tareas propias de su sexo, como entonces se decía. A juzgar por los textos escogidos para esos cuatro números, Martí deseaba ante todo educar con gran amplitud de materias, de una manera que resultase entretenida para los lectores infantiles. Así crecería su conocimiento de la historia y de la sociedad en la que vivían, y la encaminarían hacia el progreso.
La empresa nos parece imposible para llevarla a cabo un hombre solo, y necesariamente debía interrumpirse, como sucedió en efecto. Hubiera sido necesario todo un equipo de redacción, incluyendo documentalistas que buscasen los datos a revestir literariamente por los escritores, y dibujantes para ilustrar los textos. La tarea que se impuso Martí estaba muy por encima de sus posibilidades incluso físicas, y demuestra hasta qué punto merece el sobrenombre de El Apóstol con el que se le denomina.
Es sabido que cuando los revolucionarios cubanos, a mediados del siglo XX, reclutaban a campesinos y obreros para combatir a la dictadura, su primera ocupación consistía en establecer escuelas en los campamentos para enseñarles a leer y escribir, porque el analfabetismo era general. Esto demuestra lo acertado de la preocupación de Martí por hacer asequible la enseñanza para los niños, “y para las niñas, por supuesto”, repitamos sus palabras. Y también para los mayores, dada la falta de instrucción generalizada, útil para quienes deseaban mantener al pueblo en la ignorancia para que permaneciera sumiso a sus intereses económicos.
El Platero juvenil
Si Martí escribió una aclaración editorial “A los niños que lean La Edad de Oro”, Juan Ramón antepuso a la primera edición de Platero y yo una “Advertencia a los hombres que lean este libro para niños”. Es muy sabido que esa primera edición apareció en diciembre de 1914, dentro de una biblioteca dirigida a niños y jóvenes, con una selección limitada de sus capítulos. Es indudable que el poeta los eligió y autorizó su publicación, por más que después lamentara haberlo hecho e incluso insultase al editor. Al poeta puro le parecía que sus editores se lucraban de sus libros mediante trampas y estafas, por lo que su secretario oficioso, Juan Guerrero, contó en el diario que llevaba cómo se pasó muchas horas en las editoriales, revisando las cuentas relativas a las ventas de sus libros, que no eran tan elevadas como el autor imaginaba. Por eso no merece la pena entrar en detalles acerca de esa primera edición abreviada. Lo que nos anima a vincularla a Martí es una cita de la “Advertencia”, que explica esto:
“Dondequiera que haya niños –dice Novalis--, existe una edad de oro.” Pues por esa edad de oro, que es como una isla espiritual caída del cielo, anda el corazón del poeta, y se encuentra allí tan a su gusto, que su mejor deseo sería no tener que abandonarla nunca.
¡Isla de gracia, de frescura y de dicha, edad de oro de los niños; siempre te halle yo en mi vida, mar de duelo; y que tu brisa me dé su lira, alta y, a veces, sin sentido, igual que el trino de la alondra en el sol blanco del amanecer!
Resulta lógico que Juan Ramón coincidiera también con Martí, al preparar una edición para niños. No es que Platero y yo sea un libro pensado para niños, pero es cierto que figura como libro de lectura en escuelas de algunos países latinoamericanos, y que los niños se identifican más con el burrito que con el poeta, incluso en la actualidad, cuando los asnos se han convertido en unos animales tan irreales como los unicornios, porque ya ni en los campos se encuentra alguno. Me contó María Emilia Guzmán, la enfermera que atendió ejemplarmente a Juan Ramón durante su última depresión psíquica, que los niños puertorriqueños “sabían quién era, pero solían llamarle Platero en vez de Juan Ramón”, y le decían “¡Adiós, Platero!”. La entrevista quedó recogida en el tercero de los Cuadernos de Zenobia y Juan Ramón, impreso en la primavera de 1989.
Los niños de Moguer
En las páginas de Platero y yo aparecen niños, tanto los sobrinos del autor como niños del pueblo. Por cierto que esos niños moguereños no sentían ningún respeto por su ilustre convecino, según lo narróél mismo. En el capítulo VII se lee que “los chiquillos gitanos, aceitosos y peludos”, le seguían al verle montado en el borriquillo, al tiempo que le gritaban: “¡El loco! ¡El loco! ¡El loco!” Y en el XCIV un chiquillo berrea señalando al poeta: “¡Eese!...¡Eese!...¡Eese!...¡…maj tonto que Pinitooo!...”, que tal era el apodo del tonto oficial de Moguer antes de Juan Ramón. La niñez es una edad de oro, aunque a veces sin pulir.
Bien es verdad que la opinión de los adultos no era más benévola que la de la chiquillería, y las muchachas casaderas rehuían su trato, prefiriendo quedarse solteras a comprometerse con un individuo tan peculiar.
Un capítulo en el que se resume el afecto del poeta por los niños, a pesar de esos insultos con lo que era obsequiado por algunos, el XLII, expone un paisaje reseco, en el que un niño pobre, vestido con harapos, juega con el agua de una fuente, y concluye así: “Platero, no sé si entenderás o no lo que te digo; pero ese niño tiene en su mano mi alma.” Porque el pobre niño pobre no disponía de otro juguete para entretener su soledad que el agua, y el poeta le daba lo más valioso que él poseía, intangible y fugaz.
Este año en que coinciden esos dos aniversarios, parece oportuno evocar ambas obras literarias, emparejándolas porque fueron compuestas con idéntico afán de sencillez comunicativa. Así resultan tan idóneas para los niños, “y para las niñas, por supuesto”, y para todos los adultos de buena voluntad, como lo eran sus respectivos autores poetas.